Existe una ciudad a los pies del Atlas que, junto con esa imponente cordillera, fue durante siglos el centinela del Gran Sur Marroquí. Ciudad Imperial, Marrakech, es sin lugar a dudas la más africana de las cuatro -Rabat, Fez, Mequines y la que hoy nos ocupa-.
Centro de su vida cotidiana, la Plaza Jamaa el Fna reune diariamente a la práctica totalidad de la población que ronda los tres millones de habitantes, convirtiéndola en la segunda del país tras Casablanca. Esta plaza ha sido declarada patrimonio de la humanidad, no tanto por su importancia arquitectónica como por ser un fenómeno de relaciones humanas sin precedentes.
A primeras horas de la madrugada y tras su limpieza que se realiza en un brevísimo lapso de tiempo, riadas de personas se dirigen a la polifacética Jaama El Fna en busca de todo tipo de suministros de bienes y servicios. En ella se puede encontrar todo lo imaginable. Desde el ya testimonial sacamuelas al sempiterno cuenta cuentos, pasando por el encantador de serpientes que siempre intentará colocarte una cobra a modo de bufanda con la noble intención de aportarte suerte y conseguir unos dinares. Vendedores de productos farmacéuticos naturales, expendedores de zumos recién exprimidos, echadoras de cartas y comerciantes de todo tipo, se dan cita en esta increíble macroplaza. No podemos olvidar aquí al aguador, ataviado con su clásico sombrero y portando su odre de agua con los cuencos de cobre.
Bicicletas, carros, de tracción animal o propulsados por la propia fuerza del hombre, mercancías cargadas a hombros o sobre la cabeza, se entrecruzan en caos organizado a lo largo y ancho de la plaza, en la que a menudo podemos ver un podio para dirigir el tráfico sobre el que no se yergue policía alguno.
Lentamente, de modo imperceptible la plaza va cambiando su fisonomía hasta llegar a transformarse de noche en un inmenso restaurante al aire libre iluminado por luces de gas, en el que cientos de cocineros sirven miles de comidas, preferentemente a la brasa. Los postres pueden adquirirse en los múltiples puestos que circundan el improvisado comedor.
Antes de que los primeros rayos de sol comiencen a caldear la plaza. Cuando ya los últimos restaurantes, cafés y puestos han recogido sus instalaciones y mercancías, un nutrido grupo de limpiadores dejan impoluta y vacía la plaza que en pocos minutos, volverá a ser el centro animado y bullicioso que todos los turistas conocen.
Al fondo de la plaza, justo en la mitad del edificio de planta baja que alberga los comercios, nace la calle principal que nos introduce en el laberíntico zoco, del que más de uno hubo de salir de la mano de un guía improvisado.
Cerámica, marroquinería, latonería, alfombras, telas, especias, alimentación, de todo puede ser conseguido en esta gran superficie en la que imperan la ley de la oferta y la demanda y el regateo imprescindible para ambas partes. Los buenos comerciantes nunca te venderán nada sin ese ejercicio previo, después cada uno intentará "engañar" al otro.
Además de la encrucijada laberíntica de calles, existen en este zoco patios interiores. De entre todos ellos cabría destacar el que alberga la venta de toda suerte de productos que se consideran mágicos y que nos pueden aportar salud, suerte o prevenirnos del mal de ojo. En él encontraremos camaleones, pieles de ciertos animales, talismanes hierbas y plantas capaces de producir todo tipo de sortilegios.
Estas calles angostas, protegidas a menudo por techos de caña o de lona, son el lugar ideal para pasear durante aquellas horas en que el sol castiga con toda su fiereza. Es este, además, el lugar ideal para contactar, ver y olfatear el verdadero vivir cotidiano de las gentes de El Magreb.
También, de vez en cuando, podemos tropezarnos con algún santuario o alguna pequeña mezquita, no visitables en Marruecos, excepción hecha de la Mezquita de Hassan II y el santuario de Muley Ismael
Dentro de esta economía de mercado y fuera ya del zoco, pero siempre dentro de La Medina, podemos encontrarnos con pequeños mercados improvisados donde los campesinos ofrecen los productos que obtienen de la tierra.
También podemos circular por otras calles comerciales de la vieja ciudad amurallada en las que se venden artículos de ferretería, electrodomésticos, alfombras y todo cuanto el hombre pueda necesitar para satisfacer su necesidades esenciales.
Pero lo realmente importante para el viajero, es perderse en sus calles, entre sus gentes, dando rienda suelta a todos los sentidos, viendo, oliendo, escuchando o gozando del tacto de lanas, sedas y pieles, sin olvidarse nunca de disfrutar del sentido del gusto, sentado en la mesa de un buen restaurante o saboreando las delicias de un té verde con menta e intercambiando impresiones con los nativos.
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