En esta estación, cuando los días se acortan para dar paso a la noche otoñal. Cuando la luz se convierte en un bien escaso y el frío y la humedad se nos incrustan en los huesos inyectándoles fuertes dosis de nostalgia, siento añoranza de las calurosas tierras del Magreb, de las suaves brisas del Mediterráneo y de las suaves noches en sus medinas.
La nostalgia me lleva a callejear en sueños sus alegres zocos desbordados de gentes de toda edad y condición, paseando aparentemente alegres y despreocupados unos agobiados por el trajinar diario del trabajo otros, soportando pacientemente algunos un peso del que no pueden desprenderse: el
de la edad.
¿Que pensará ese anciano absorto? ¿Cuanta vida, ya difusa, queda tras sus espaldas encorvadas?
Deambular por las calles encaladas, contemplando los arcos de herradura de las puertas o esa ventana que despegada del blanco de la pared parece quedar flotando en el vacío con un número asignado a saber con que finalidad.
Finalmente tomar la empinada cuesta para dirigirse a la penumbra del café en busca de un descanso merecido y de una acogedora sombra que te alivie del tórrido sol estival que a plomo cae sobre las calles de la ciudad, para dirigirse de nuevo al torrente del zoco, emborrachándose de colores y de aromas. Sin rumbo fijo, perdido entre caftanes, alfombras, especias y todo tipo de mercancias imaginables.
Tras las puertas cerradas de las casas, tras las discretas celosías de los balcones, la paz, la alegría o la tragedia se ocultan a los ojos curiosos del viandante.
Imágenes tomadas en el Norte de Túnez.
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