Una vez dejada atrás la dura, pero pintoresca, travesía del Alto Atlas, se llega en poco tiempo a una ciudad pequeña pero con un gran encanto. Me refiero sin lugar a dudas a la sin par Ouarzazate. Lugar tranquilo de ambiente pueblerino, tiene a las afueras una de las kasbahs mejor conservadas de todo Marruecos. Por ella no ha pasado el efecto destructor del olvido ni ha sido objeto de la avaricia del mundo de la hostelería. Simplemente se conserva por la concienciación de algún ente, público, que se esfuerza en su mantenimiento.
Construida totalmente con adobe y repleta de almenas, conserva intactos sus ornamentos de estilo bereber. Su interior, exento de mobiliario, nos permite contemplar sin obstáculos su sencilla arquitectura interna con arcos de herradura imperfectos y laboriosos artesonados de madera, al igual que sus puertas.
Este grandioso palacio fue en su día residencia del pachá de Marrakech.
La iluminación interior se consigue mediante un gran patio de armas al que se le suman otros más pequeños estratégicamente distribuidos.
Una vuelta por su entorno nos permitirá hacernos una idea exacta de sus grandes dimensiones, al tiempo que hará que descubramos hermoso parajes.
Hasta los morabitos -tumbas en las que reposan personajes a quienes se les atribuyen ciertas virtudes y que, salvando las distancias, serían equiparables a los santos de los católicos- son en estas latitudes fabricados con el noble y modesto adobe.
Por la parte posterior de la kasbah se accede a una pequeña medina cuyas calles, en ocasiones desiertas, nos sorprenden de vez en cuando con la aparición de un ágora improvisada en alguna encrucijada, lugar idóneo por disponer de espacios más amplios.
Es esta pequeña ciudad la verdadera puerta del Gran Sur, la región de las Mil y una Kasbhas, de alguna de las cuales hablaremos en un próxima entrega
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